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Barbenheimer

La capacidad de asombro es una de las pruebas más evidentes para demostrar que uno sigue vivo y que aún tiene la sensibilidad suficiente para reflexionar sobre los hechos y circunstancias que crearon nuestra vida. En los cines se pueden leer las abreviaturas de las dos películas que mandan en las taquillas: Barbie y Oppenheimer, desatando un curioso fenómeno entre los espectadores que ha recibido el nombre de “Barbenheimer”.

Las películas que rompen récords y que son contemporáneas a sus respectivas épocas son el reflejo del sentimiento común y profundo de las sociedades que son espectadoras de ellas. Por una parte, tenemos una película como la de Oppenheimer, que representa hasta dónde es capaz de llegar el ser humano con tal de sobreponerse sobre otro. Pese a que llevemos casi un siglo con la bomba atómica y su capacidad destructiva, el ser humano aún es incapaz de ser consciente de la gravedad de lo que significa tener un artefacto que es capaz de, literalmente, pulverizar la vida humana. Antes se creía que la puerta del infierno estaba al interior de uno mismo; después del uso de este letal armamento, se comprobó que también es posible desencadenar el infierno en la Tierra. Pero, sobre todo, se demostró lo frágil que es la supervivencia de la humanidad y que estamos en manos de quienes tengan acceso y control sobre estas armas.

Después del 6 de agosto de 1945, las puertas del infierno quedaron marcadas de forma inequívoca. Cuando el comandante Paul Tibbets arrojó la bomba atómica bautizada como Little Boy, a bordo del Enola Gay, en Hiroshima, y tres días después, la apodada Fat Man cayó en Nagasaki, el mundo fue testigo de cómo, de manera inmediata, se podía acabar con la vida de más de 200 mil personas, rompiendo todos los límites de nuestra capacidad de autodestrucción.

Robert Oppenheimer fue uno de los físicos más brillantes que han pisado la Tierra. Una figura entrañable que, haciendo uso de todos los conocimientos sobre la teoría de la relatividad, del estudio del átomo, física y demás materias, creó algo que parecía imposible ante el ojo humano. El Proyecto Manhattan tenía un objetivo primordial: vencer a los nazis antes de que éstos descubrieran la mágica solución final. Lo único bueno de todo el desenlace de esta historia fue el hecho de que fuésemos los buenos –iba a decir que los occidentales, pero los nazis también lo eran– quienes ganaran la carrera.

No existen muchos testimonios –ni en las figuras de Harry Hopkins ni de Eleanor Roosevelt– sobre si Franklin Delano Roosevelt se arrepintió o no de haber autorizado el mítico Proyecto Manhattan. Si bien Roosevelt no autorizó el lanzamiento de la bomba, su sucesor, Harry S. Truman –como buen camisero de Kansas–, sin más sensibilidad que la necesaria para terminar la guerra, sí fue quien tomó la decisión de ejecutar hasta las últimas consecuencias el proyecto liderado por el mayor general Leslie Groves y ejecutado por Robert Oppenheimer. Roosevelt fue una de las últimas grandes leyendas políticas que ha pisado el Despacho Oval. Truman pasó a la historia por haber sido quien desató la destrucción total y terminó la Segunda Guerra Mundial.

Ni Albert Einstein, ni Roosevelt ni Truman, ni todos quienes intervinieron directa o indirectamente en la toma de decisión, tenían idea de lo que provocaría lo que estaban aprobando. Si lo hubieran sabido, probablemente hubieran buscado una alternativa para vencer a una parte del mal, que eran Adolf Hitler y los suyos. Sin embargo, es necesario analizar la cuestión sobre quienes verdaderamente fueron los buenos –si es que hubo– de la historia. Y pongo la pregunta a discusión porque, si bien la figura de Hitler es la encarnación misma del mal, la contraparte también fue capaz de crear y usar un artefacto con una capacidad destructiva como nunca se había visto antes. ¿Hubo buenos o en realidad todos fueron los malos de la historia?

Fue hasta la década de los años 60, específicamente en 1961, cuando el trigésimo cuarto presidente de Estados Unidos de América, Dwight David Eisenhower, momentos antes de entregar la Presidencia a John Fitzgerald Kennedy, dio a conocer el complejo militar-industrial. Y lo hizo con la intención de promulgar el mensaje de que el mundo y Estados Unidos se tenían que preparar para enfrentar las consecuencias que este complejo suponía. Al inicio, su declaración resultó muy escandalosa, pero viendo en retrospectiva todo lo que sucedió después en el mundo, lo dicho por el mandatario estadounidense resultó incluso profético, y resaltando el hecho de que habíamos fracasado en crear mecanismos efectivos que garantizaran la paz.

Hemos llegado a un punto en el que los límites del uso o posesión de armamentos sencillamente han desaparecido y en el que no sabemos bien hasta dónde llegará esta impudicia del dominio absoluto de todos nuestros datos que, al final, desconocemos qué tanta información tienen acerca de nosotros o qué uso se le está dando. Tanto tiempo viviendo con artefactos nucleares nos ha hecho acostumbrarnos a la amenaza latente –como la crisis de Ucrania ha recordado– que supone la peligrosidad de estos armamentos. Una espada de Damocles pende sobre la humanidad y es capaz de acabar –si bien es probable que no con todo, como se demostró con el accidente de Chernóbil– con gran parte de la armonía y el desarrollo de la humanidad.

Todas las circunstancias descritas anteriormente aunado, al instalamento formal del complejo industrial-militar de Eisenhower, marcan el panorama que nos rodea en la actualidad. Un panorama en el que las condiciones de la garantía de la seguridad están basadas y dependen del equilibrio del terror. Aunque también siempre está latente la posibilidad de un suicidio colectivo en el que es mejor no pensar.

En la misma época que Eisenhower estaba al frente del gobierno estadounidense, específicamente en 1959, Ruth Handler creó una muñeca que rompió los paradigmas y estereotipos, introduciendo la imagen de la mujer, no sé si moderna, pero sí que vivía en un mundo color rosa. La imagen, como dice el guion de la película Barbie, de las mujeres que “podían hacer lo que quisieran” y que abrió la posibilidad verdadera de que el matriarcado gobernara el mundo, aunque también planteaba una figura que le bastaba estar rodeada de lujos y de su amado Ken para ser feliz. Nada más lejos y a la vez más cerca de la lucha impulsada por las feministas. Antes de la película, nunca me hubiera imaginado que Barbie –que representaba el antifeminismo y la lucha de las mujeres por ganarse un lugar en la sociedad– podía haber sido el inicio de una revolución social latente. Una revolución que se forjó con cada madre e hija que sabían que, pese al patriarcado y a todas las desigualdades existentes por el simple hecho de ser mujeres, en realidad, en el fondo, las que gobernaban –cosa que creo personalmente– eran y siguen siendo las mujeres.

Curiosa película. Sin entender por qué, hay quien interpreta esta cinta como una forma de pedir perdón por parte de Mattel. Lo que sí es que es una explicación sobre por qué durante un tiempo la parte femenina y mayoritaria de la sociedad necesitó vestir de rosa y jugar a que en el fondo nada estaba pasando y no habría por qué preocuparse por nada. Es un juego que, al ahora atestiguar todas las consecuencias de la liberación de la mujer, de la revolución de las identidades y de la proliferación de la bandera del arcoíris, existe un componente y pregunta básica que es: durante todo este tiempo, ¿qué lograron los hombres y qué las mujeres? Tal vez eso explica las diversas variaciones de identidad que han surgido en los últimos años, llegando a crear una confusión absoluta en las nuevas generaciones sobre con qué y cómo se identifican a sí mismas. Hoy los heterosexuales, los casados y con hijos son sospechosos de haber producido el mayor retraso generacional y de libertades íntimas y colectivas de la historia de la humanidad.

Dos películas que, curiosamente, una sitúa las puertas del infierno, mientras que la otra muestra la puerta de la explicación de cómo, con la creación de Barbie, estábamos fundando un sistema de inteligencia para instaurar la revolución sexual y el papel de las mujeres sin que nos diéramos cuenta. La primera que no se dio cuenta fue Barbie.



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